lunes, 1 de septiembre de 2008

El rumor de las verdades venideras

Para inaugurar septiembre,
el origen del rumor del hilo:

EL RUMOR DE LAS VERDADES VENIDERAS

Nos besamos en la calle San Bernardo. Fue la primera vez que percaté la perfecta disposición de sus dientes, y la blancura insultante. Como si de un caballo se tratara, algo me dijo que eso era un buen augurio, a pesar de que detrás de nosotros una pareja de yonquis estuviera montando una escena próxima al maltrato físico y emocional. Los cócteles de la calle Joaquim Costa y las cervezas de la calle d’en Robador detonaron ese primer encuentro. Menudo encuentro más callejero. Aun conservando la hermosa visión de los dientes en medio de la noche, me dio por escurrirme dentro de un taxi al llegar a la Gran Vía. Necesitaba, sin decir nada, alejarme de las redes que me habían tendido las entrañas del Raval. Otra vez, me había vuelto a ocurrir lo mismo.

Años antes, junto a otra boca distinta, conocimos, en la Rambla del gato de Botero, a un hombre que decía provenir de muy lejos y haber hecho todo tipo de trabajos artísticos, todos ellos, de gran relevancia. Lo más curioso era la difícil localización de su acento, mezclado con la casi imposible retención y decodificación de sus vocablos repetitivos y soltados con una circularidad insultante. Eso sucedió en un banco de la Rambla, entre gritos y conversaciones, y vendedores efusivos de latas de cerveza fría.
Aquella misma noche, creo que acabamos comiendo cacahuetes en una casa encubierta por una puerta azul, a la que se podía acceder después de picar al timbre con sigilo. Allí dentro se entonaban todo tipo de canciones, desde los discos de antaño hasta las improvisadas guitarras del sentido flamenco, acompañadas de zumos y cervezas y vinos que convertían, a todos los extranjeros, en un mismo invitado de honor. Nos costó marcharnos de aquella casa.
Noches antes, o noches después, habíamos acudido a aquel recital de poli poesía, en la calle dels Salvador, dónde todo parecía posible, desde las sirenas, hasta la resurrección de los viejos cabarets de la antigua Alemania. Si el pasado renacía, quizás el futuro era posible.
Aunque las noches se movieran a través de esa viscosidad, a través de ese imán que te atrae y que es tan dulce, a pesar del agrio sabor de la cerveza y el poso de los mil cigarrillos en el fondo del paladar.

Hubo muchas otras noches, con muchos más amigos y ninguna boca, que pasamos del bar Armando a la calle Botella, y luego al bar que nunca cierra (y que por fin cerraron) en una esquina de la calle Hospital. Primero grandes porciones de queso cortadas a tiras y un buen pan con tomate, mientras aquel chico no dejaba de dibujar a Armando, el camarero proveniente de una isla que prometió ser el paraíso africano por excelencia. Armando era el sol de ese universo apodado bar Armando. ¿Sería la calle Bisbe Laguarda? Luego grandes paradas en el destartalado Big Bang, entre futbolines y viejos rockeros, y amigos jóvenes que comenzarían una carrera hacia ese mismo destino. Luego hay otros que no están. En el bar que nunca cierra, otro con puerta verde o azul, una amiga china me leyó la mano. Ella me habló de un imán. Y me habló de viajes. Me habló de mi esencia y de mi camino. Mientras tanto otra amiga estaba saliendo afuera a causa de un mareo.

También pasamos ciertas noches jugando a las cartas, cenando o cantando o fumando en una casa de la calle del Tigre. Creo que esa casa, ya encierra en sí misma el cogollo de una comunidad. La comunidad del Tigre. Todos los que hayan pasado por allí, podrán decirlo. Aunque ya no molesten los sordos zumbidos de la añorada Paloma. Y aunque en la casita de al lado sigan conservando la prensa de tantos siglos de anterioridad.

Hubo un tiempo en que frecuenté innumerables veces un bar de “la plaça dels Àngels” dónde las mesas estaban escritas con infinitos versos. En aquel tiempo era todo todavía un sueño, un sueño inmenso e inabarcable, y aparentemente a la vuelta de la esquina. Aquella boca que me acompañaba, era la boca más fiel a mis ideales. Estaba todo firme y sujeto como unos buenos pantalones. Y no tenía miedo. ¿Miedo a qué? Deseo. Hambre y deseo. Deseo de estar allí arriba, recitando. Deseo de que el mundo encajara con la forma de mis deseos.

Años más tarde estuve allí arriba, recitando, en la L’ Espai Mallorca de la calle del Carme, pero tuvo otro color, quizás el verde, y fue mucho más breve de lo que esperaba. Más encorsetado. Para recitar se necesitan lugares dónde corra el aire.

A la boca del párrafo anterior, la conocí atravesando las piedras de una exposición de La Virreina. Era una de esas bocas que no se pueden parar, y yo todavía tenía demasiada sorpresa y expectación cómo para pararla. Luego la seguí, luego nos seguimos hasta Muebles Navarro, otro lugar desaparecido, y nos desbocamos al unísono, sin interferencias. Todo aquello era más de lo que podía esperar, mucho más de lo que podía imaginar. Caminamos juntos mucho mucho tiempo, y aún no sé porqué, nos caímos y me fui por otro camino, también del Raval, acompañada de otra boca mucho menos fluida.

Esta última casi no comunicaba. Eran más los ojos y la piel. Y una promesa de que algún día llegara a hablar. Pero la seguí. Caminamos más de lo que había caminado, bebimos más de lo que había bebido, hicimos largas pausas. Y no dijimos nada. Menuda promesa más tonta. Menuda espera tan larga. Pasamos por delante de todas las prostitutas del Raval, en la calle Sant Pau bordeamos el bar Marsella, sin ni siquiera intuir ni un sorbito de absenta, y volvimos a calle Hospital o a calle del Carmen o al bar Kentucky o a la plaza del “Trippi”. Pero no, eso ya era una vez cruzada las Ramblas. En esa plaza pude haber abrasado a alguien con mis versos. Y ahora me pregunto, ¿Por qué ese afán por lo verdadero? ¿Por qué ese arranque de sinceridad? ¿Por qué ser tan fiel a mí misma, y porqué desbocarme si al final, ni la mitad recibe, ni la mitad intuye ni un sorbito de esa esencia? Menuda decepción. ¿Acaso deberemos apuntar más bajo? No. Me niego. Lo seguiremos intentando. Aunque los demás hagan oídos sordos, y prefieran seguirse emborrachando de esa forma tan fácil, tan dulce, tan barata.

En el bar Almirall encontré alguna noche un poco más glamourosa, entre el amarillo y el verde, y la promesa de estar sumergida en un vaso de whisky con hielo. Los bares absorben a la clientela. Y la clientela absorbe a los bares. Estoy segura de que esa película no me la podría haber dado otro color. El Benidorm y el Piscis se quedan lejos, y el Lletraferit, se queda entremedio, o quizás a media tarde. Los lugares donde pasan cosas, son los lugares con los que uno se acerca a la verdad. Y esa verdad, por lejos que se quede, ya nunca nos la quita nadie, y sin saberlo encaja poco a poco con el rumor de las verdades venideras.

Yo no imaginé estas verdades las primeras veces que aterricé en el parking de la plaza “Bon Succés” con el coche de mi padre. Esas tardes en las que recorríamos ciertas tiendas, ciertas calles, o ciertos bares con cierta asiduidad. Entonces yo adoraba el mundo de mi padre. Sus recorridos eran para mí lo más cercano a la libertad de movimiento, la puerta hacia una nueva dimensión, dónde todo lo imaginable podría ser visto y dónde el mundo entero me esperaba, escondido tras cada papelera, tras cada gesto de una persona que veía cruzar la calle o de un vendedor de libros que se resguardaba tras el mostrador, o de un disco todavía sin precintar.
Después de su coche, aprendí a coger el metro y el autobús, sobretodo el metro, ya que el autobús me recordaba más a la tierna infancia y a mi madre, y descubrí que los recorridos podían ser mucho más largos y más peligrosos, y por qué no, más abiertos, más tendidos al azar. Se me abría un mundo por investigar. La plaza Cataluña y todos sus alrededores, serían uno de mis primeros destinos. En ese lugar de Barcelona podría descubrir muchas más culturas que la nuestra, muchas más edades, muchos más sonidos y colores, música, oficios ambulantes, estatuas vivientes, animales, gente y gente y gente en movimiento cómo en ningún otro lugar. Para mí, todo aquel entramado de calles que se escurrían hacia un sinfín de parajes significaba el infinito, y la edad adulta. Yo, por fin, podía elegir por qué calle meterme, y hasta dónde, y me deleitaba en descubrir los quehaceres de la gente y crecer con ellos. El lugar más distinto a mí era el que más me atraía, y todo nuevo encuentro era una oportunidad más para crecer. El bullicio me calmaba, el movimiento me drenaba, y la multitud de gente me servía de colchón para sentirme, como si nada, entre nubes. La realidad, quizás por estar entonces aún fuera de ella, me parecía lo más hermoso del mundo, lo más cercano a un sueño, y no podía imaginar que nada, por duro o cruel o doloroso que fuera, pudiera algún día llegar a defraudarme.

Me hubiera gustado gritarles a todos lo hermosos que estaban inmiscuidos en sus quehaceres diarios. No me hubiera importado nada reemplazarles, ser panadera o camarera, vender periódicos, libros, ropa, todo por estar ahí dentro, participando, interactuando con ellos. Todo me parecía válido. Me pregunto en qué punto entra la inconformidad. En qué punto entra el convertirse en panadero y llegar a odiar estar metido en ese papel. ¿Cuál es la diferencia entre amar al panadero y odiar al panadero que uno lleva dentro? ¿O quizás es odiar que los otros sólo vean esa parte de ti, esa parte panadera? Supongo que si observas en panorámica deseas que los demás te observen en panorámica, y que no te limiten con su corta percepción. Hasta el punto de desear gritarles: -¡Yo no soy panadero (aun con un brioche en la mano)! – Y es que lo que quizás quieres realmente decirles es, - Yo no soy sólo panadero, por favor, no te quedes con eso, yo soy alguien más, y tengo ganas de que la gente lo sepa.

Todo esto parece absurdo, y son justo este tipo de fraudes los que, desde fuera, montada en el coche de mi padre, no podía llegar a imaginar. ¿Cómo podía imaginar yo que aquél panadero triste estaba triste por ser la etiqueta que yo misma había puesto al mirarle a los ojos? Menuda tontería, hubiera pensado entonces. Y de hecho, lo sigo pensando. ¿Quién me iba a decir que su padre lo esperaba mucho antes convertido en profesor de historia o ganador de una medalla olímpica? ¿Y quién me iba a decir que la gente no tiene paciencia, y que sólo está interesada en los resultados? ¿A quién le importa todo el camino que has recorrido para llegar a la meta? ¿Y qué meta? Quién me mandará a mí preocuparme de todo esto. El panadero estará compungido a causa de la presión que le ejercen todos sus compatriotas. Cómo aquella repetida frase que tanto me hacía reír en los vídeos que nos pasaban en la escuela sobre educación y drogas: “Pressió de grup”. Qué risa me daba. Ahora veo que la presión de grupo va mucho más allá, y que este grupo es una sociedad y es una especie, que te obliga a pisarte tus propios pasos, a veces, sin darte cuenta, y también, claro está, a tragarte tus propias palabras.

Ahora tengo muchas menos ganas de correr, tengo menos ganas de movimiento, tengo menos ganas de que toda esa gente me haga de colchón. Ahora me cruzo con la gente, y a veces la esquivo, debido a que sus miradas son tan fuertes y tan conocidas, que te amarran tal zarpazo, y te arden por dentro. Ahora sus palabras son tan repetidas, que deseo apartarlas, de vez en cuando, para poder respirar.
A veces desearía que todos aquellos se metieran sus asuntos en el bolsillo.
Pero luego los vuelvo a amar.
Amo al panadero y al camarero, al vendedor de periódicos otra vez, y al taxista, por mucho que pregunte demasiado, intento responderle, por mucho que no entienda ni la mitad de lo que le digo, intento darle lo que tengo, sin excederme, y así puedo ver como el tiempo se vuelve más esponjoso, con menos aristas.

Porque el cuerpo responde al alma con múltiple inmensidad.

Alguien me dice esta frase en mi sueño, y es que el cuerpo siempre toma otra dimensión y le da un cierto rumbo a las cosas. Un rumbo propio, del que no podemos escapar, pues estamos enganchados a él. Somos nosotros.

Con mi boca, con mis ojos, con mis manos y con mis pies he bajado mil veces estas calles, y las he vuelto a subir. Con mi boca he tratado de acercarme a tantas bocas, a tantas orejas, a tantas manos sin dejar de escuchar el rumor que se cocía a nuestro alrededor.
Aquel día me filmó los pies des del final de la Rambla del Raval hasta la calle Sant Martí, y de la calle Sant Martí a la calle Riereta, y de la calle Riereta a la calle Aurora, y luego…seguí caminando. ¿Han sido mis pies siempre esta espalda que se escurre hasta el ínfimo callejón de la ciudad, hasta el último rincón del laberinto?

Antes de la filmación estuvimos cenando y días antes tomando unas cervezas en El Café de las Delicias, asistiendo al descubrimiento de un pequeño ratón escondido bajo la barra. También hojeamos los dibujos en las libretas, y redescubrí aquellos peces y la mariposa con ojos y peca.
Varias mañanas volví a frecuentar la calle Riereta, y volví a la escritura automática sobre el suelo de madera en las clases de movimiento auténtico:

Un instrumento
un instrumento
que hace
círculos en la tierra
un movimiento
que se contagia
y se hace trizas
que se dibuja
y se desdibuja
a sí mismo
y se borra
cuando quiere,
y cuando siente
se vuelve a dibujar.
Y le da igual,
porque sigue dibujando,
cuando quiere y cuando no quiere,
cuando desea se ríe y le da igual.
Y sigue tocando.
Sigue bailando.
Y se queda adentro,
se queda y se huele para siempre,
pues está,
al fondo de todas las cosas,
y vino de allí,
para quedarse aquí.
Para siempre.
Cómo un corazón.

Ese día de abril redescubrí mi propio latido. Ese día volví a aparecer, cobré vida, como un viejo robot oxidado al que se le echa aceite en las articulaciones del alma. Supongo que por eso lo de “porque el cuerpo responde al alma con múltiple inmensidad”.
Nadie más que mi propio cuerpo podría haberme enseñado a andar. Y nadie más que mi propio cuerpo podría haberme enseñado a con quién andar. A sentirme grácil cuando ando al lado de según quién. A sentirme desgraciado cuando ando al lado de según sin-quién. Y a sentirme vivo cuando ando por según dónde. Moverse. Hay ciertos lugares que te hacen mover. Me dirijo hacia la calle Riereta:

“Comienzo con sueños gigantes. Sigo con vals de la muerte. Granate negro. Fucsia. Amarillo trece. Azul eléctrico. No sé por dónde voy. Hablar es tan difícil cómo moverse. Hablar es tan difícil cómo actuar. Hablar no es nada, es verborrea, realmente no importa. Moverse es más importante. O hablar con sentido. Un canto agudo, una danza, un naranja y un verde que se extienden. Bailar hablando, hablar bailando, hablar para mover, en el espacio que nos comprende a todos, que nos cuida, que nos sacude, que nos tiende dormidos y nos recupera muertos al final. Para hacernos desaparecer bajo el colchón de arena. Lo que importa es la verdad en el presente. Y hablar para mover. Es decir, decir. El secreto. ”

Aquello encendió mis motores. Aquello fue la gestación de mi movimiento. He vuelto al Raval, he vuelto a comer alguna pizza, en un tiempo récord, pero no he sentido el peligro en la piel. Y eso me ha dado que pensar. Directamente, me ha hecho actuar. No puedo quedarme con el traje del conformista en pañales, no puedo quedarme con el traje de la tercera edad. Debo vivir, por lo menos de momento, con el pelo un poco erizado. No puedo salir a la calle y no sentir nada. Creo que si no lo hago, van a pedirme que les devuelva la vida, a decirme que no es mía, que me la prestaron un rato, y que por tanto otros muchachos la aprovecharán más que yo.

Este barrio me ha metido en muchos apuros y me ha sacado de otros tantos. Quién se acuerda de la barra del bar sobre la que paseaba el gato naranja. Y de aquellos dos amigos, vestidos de surfista y capitán, revolucionando el paso y echando leña a la diversión sin fin. Y de aquél otro que, borracho o demente, quiso terminarla a golpes de casco ensangrentado. Y del ducados. Y de aquella conversación sobre filosofía interminable en la barra y en la cola del baño, mientras Camilo Sexto cantaba sin reparos a nuestras espaldas. Y del aburrimiento. Y del hit de los ochenta. Y del Agüelo. ¿Quién no ha pasado por el Raval sin que se lo trague entero? Podríamos decir que en el Raval se originó la vida y que terminó con ella (al final de la noche).

El Raval, este antiguo distrito V, tiene muchas uves, de éstas con las que se construyen cincos, y de éstas con las que se otorga movimiento a los cuerpos; de éstas, con las que se descubre que tras la piel, siempre hay más piel por descubrir. Cómo una piel de cebolla. Hay algo que siempre nos dice: aquí hay algo más.

Ariadna Salvador_2008