La ingravidez,
subida a lo alto de un ventanal,
cubierta de fino barro,
de lluvia y de cristal,
la ingravidez metida en un trapo
bañado en gasolina,
la ingravidez.
Pidiendo que la dejen en paz.
Que la lleven de vuelta
a la salida.
Dónde los dados todavía
no tienen pupilas.
Dónde las llaves están
colgadas en un armario trasero.
Y aguarda quieta en el banquillo.
La ingravidez,
poniendo huevos desde las alturas,
lanzando botes de pintura,
y el cielo presentando colores,
estatuas y mercromina.
La ingravidez cayendo
como caen las plumas,
recorriendo el cielo,
recorriendo rocas,
recorriendo el mar,
recorriendo el suelo.
La ingravidez en un peñasco
sin romperse las rodillas
pero con los codos despellejados
de apartar todo lo que la aprieta
mientras cae.
La ingravidez,
recién peinada y limpia,
con nueve horas de sueño
y nada en el estómago,
con los ojos entelados,
con la piel suave,
con la temperatura perfecta
para desaparecer.