Ya no quedan sueños en los espacios que compro cada tarde;
se han ido saliendo del agujero que los llevaba
plácidos hasta el otro lado.
Ya no quedan sueños guardados uno a uno
tras las hojas de los árboles;
se han quedado tiesos de un soplido diáfano y agigantado.
Ya no quedan ratos de colina amedrentada,
ni tobillos sin soporte ni guante,
ni mandolinas ni jeringas ni cucharas,
ni cucarachas ni rodillas ni manchas,
ya no quedan pueblos desarmados ante las navajas,
ya no hay mar que valga un rato y no otro,
ya no hay sonrisa escuálida,
ya no hay muchachos tristes en el balcón,
ya no hay llantos de hormiga,
ni servilletas rotas,
ni páginas cortadas ni sombrillas con alas,
ni bambalinas ni espadas,
ni escaparates ni músicas vanas,
ni sonajeros ni muertes anunciadas,
ni dibujos, garabatos ni gradas,
ni represalias, ni viejas achuchadas.
Ya no quedan ratos de albóndiga pesada.
Ya no quedan vaivenes, ni coartadas.
Ya no queda nada de nada,
de todo aquello, de todo lo otro,
de lo demás, de lo tuyo ni de lo nuestro,
ya no hay nada sentado en este sillón de alfalfa,
ya no hay nada vivito como un pez fuera de su pecera,
ya no hay nada que se mueva por encima de este montón de tierra,
de este amasijo de alfombras y ruidos y retortijones
retuertos pero nunca muertos,
sobre esta mesa cuadrada de cristal que grita a ratos,
oídme no hay nada en ella ya,
sobre esta muerte de marfil,
sobre este tiesto de bosquejos,
sobre este río de extremidades,
sobre este pan de maleza asemillada,
sobre esta cortina gastada,
sobre este tablón de madera no hay nada,
nada de nada, nada desde entonces,
hasta el momento y por lo menos hasta mañana.