La ciudad está lloviendo.
La opacidad del cielo es un resumen
de la sombra que se acerca.
La soledad estanca de las nubes
es transitoria pero espesa,
es definida y seria.
La bocina de los coches
roza la sirena de las ambulancias
y se abre paso aullando
entre el frío y el lodo,
entre el agua y las tinieblas.
No seremos capaces
de descifrar el secreto
que se esconde tras la niebla,
ni de averiguar
qué es lo que queda tras la lluvia,
tras los zapatos mojados,
el pelo erizado
y las gripes,
tras los estornudos rizados,
las goteras
y los parones en el metro,
tras la electricidad estática,
las guerras de paraguas
y los charcos.
No sabemos qué quedará
de todas estas marcas violáceas
en las alcantarillas,
de estas travesías a bordo
del barco urbano de la desesperación,
anidados en la reverberación del caos asistido,
acogidos en la evidencia de lo que ya no sirve,
escudados bajo la demostración empírica
de la chapuza flamante,
del mal funcionamiento,
de la maldita ausencia de la solidez.
Cuando la ciudad está lloviendo,
la sombra de Bauman
se me aparece y me recuerda
cuán líquidos seguimos siendo,
cuán “sin pies” seguimos estando,
cuán faltos de fundamentos y raíces,
cuán frágiles y cuán sometidos
a las ignominias del tiempo,
al vaivén de la lluvia,
al de los ríos, al del mar,
—y esto no es Venecia—,
pero tenemos menos permanencia
que un nómada al son de las sirenas,
de las bocinas y de los claxons,
menos permanencia que lo que dura
un mensaje de texto al codificarse
en voz y ser oído bajo la lluvia,
menos permanencia que un loro
repitiendo sonidos en una estación de tren,
menos permanencia que las olas
repicando en nuestra puerta.