Reuní el silencio de una tumba cerrada
y viajé hasta el fondo,
dónde las larvas pronunciaban
“ssshhhhttts” agudos y calvos,
perezosos y deshonestos,
moribundos y/o renacentistas,
no atiné a decidirme por cuál,
pero sí logré descifrar
que su naturaleza conllevaba
a la vez lo post-mortem
y lo prenatal, lo innato
y/o lo incipiente.
Descubrí que sólo un buen grito
lograría sacarlos de sus casillas
para recolocarme en el nuevo estado
que me correspondía si seguía el tempo.
Esos “ssshhhhttts” sólo trataban
de postergar lo inevitable,
de contener la bestia
en proceso de transformación,
la carga mutante, amorfa
y bañada en viscosidad,
invisible para los que miran
sin mirar lo que aguarda
tras los paneles informativos,
tras las cortinas opacas,
tras las murallas de un viejo palacio.
Reuní el silencio de una tumba cerrada
y me escondí como quién se esconde
tras los paneles luminosos del autobús,
tras las celebraciones oficiales,
tras las acostumbradas muletillas del verbo.
Me escondí como quién trata de tragar
un caramelo caduco de sí mismo
y lo abandona a su suerte
en el fondo del estómago,
esperando a que nada ni nadie
lo haga devolver
a la superficie,
dónde quedaría expuesto a todo lo visible,
a todo lo fluorescente, a todo lo evidente y sórdido.
Me escondí bajo el silencio de una tumba cerrada,
sin encontrar la llave que pudiera cerrarla.