Entre el gobernador de mi reino
y la ley del desorden
no sé qué elegiría.
Entre las coartadas arrabaleras
y la luz límpida de palacio,
tampoco lo sé.
Ni entre quedarme vestida
o meterme riendo en el barro.
Ni entre llorar a trompicones
o no decir nada.
No sabría cómo elegir
entre vivir retirada
o entregarme al bullicio,
entre dormir doce horas
o pasar la noche en vela,
entre cantar o escribir.
Entre ponerme en medio
o quedarme observando,
entre luchar o abandonarme,
entre gritar o callar,
entre vivir delante
o dibujar siluetas tras el velo,
entre conducir
o ser llevada.
No sabría cómo hacer
para no dejar de ser yo
todo el tiempo,
para no arrinconar
siempre una parte
en todo momento.
Cómo sería elegir
entre el fuego y el hielo,
y cómo se vive sin elegir.
En dónde existe la coherencia
sino en la contraposición
de la propia esencia.
Por qué la coherencia
debería ser elegir
siempre lo mismo,
si podemos ser todo y nada
a la misma vez.
No podría ser de este siglo
sin dejar de ser de todos
los que acontecieron antes
y los que vendrán.
No podría graduarme en derecho
sin haber pateado antes las leyes,
ni renunciar a todo sin haberlo
tenido antes bajo mi custodia.
No podría miraros a los ojos
sin haberme visto a mí misma
desde el agujero más profundo
de la caverna gélida,
dónde duermen los pájaros negros.
No podría elegir entre pasarme horas
sentada con un libro o no estarme quieta,
entre viajar o leer o leer o viajar,
entre sentirlo todo o mantener el orden.
Entre tener una casa o vivir al descubierto,
entre entregarme o dirigir.
Entre sentir, o pensar.
Entre amar, o amar.
Entre soñar, o seguir soñando.
Entre comer, o cocinar.
Entre el gobernador de mi reino
y la ley del desorden
no sé qué elegiría.
Entre amar, o amar.
Entre eso siempre
elegiría amar.