Había días en los que lo de adentro
se escurría tanto por escapar afuera
que los límites tatuados por la piel
no eran suficiente vértice para sostener
el equilibrio de tal locomoción en marcha.
Había días en los que ningún sostén
era capaz de contener nada,
ni los sonidos, ni los temblores,
ni ninguno de los sentidos válidos,
ni ninguna risa ni ningún estómago,
ni la comida que viaja adentro,
ni los acostumbrados órganos
a permanecer en silencio,
ni las palabras, ni la saliva ni las lágrimas,
ni el pasado ni el futuro ni las presentes
bocanadas de aire y de agua, de llamaradas,
de tierra arrastrada por tierras ahora vírgenes
y tan muertas a la vez, ni las historias tristes
ni los finales felices, ni las conversaciones a medias
ni la luz de las velas, ni lo de fuera ni lo de adentro,
ni lo de dentro ni lo de afuera, ni los colores,
ni los olores ni el vómito, ni los todos ni las nadas,
nada de nada, todo listo, todo en la línea de salida,
todo en el cruce de sentidos, todo agolpado en el vértice,
mudo, quieto, tintineante, repleto y hasta con arcadas,
asfixiado, desesperado por explotar al fin.
Todo sonido.
El alma sale por la boca y sigue siendo muda.