Si los deseos fueran burbujas de arroz
serían más livianos que las alfombras
y que las sombras de andar por casa.
Si los deseos fueran planos como la tierra
hace más de mil años luz podríamos
tragarlos, digerirlos y/o vomitarlos.
Si los deseos fueran lanzas menos poderosas
que las bombas atómicas o los pelotones
podríamos saludarlos y dejarlos pasar.
Si los deseos fueran chiches que no se agarran
a la sangre propensa a “toxicitar”,
podríamos, al fin, vivir en paz.
Si los deseos fueran menos que un caballo,
menos que un tigre, o menos que un ángel
exterminador, estaríamos a salvo.
Si los deseos se escaparan como se escapan
los minutos, las golondrinas o las amapolas,
los podríamos ver migrar y/o morir con precisión.
Si los deseos fueran siete estrofas de tres,
este triste tigre blanco
sería su final.