viernes, 31 de octubre de 2008

Sonata número 31 -amanecidos están los muertos-

Todas las ruinas se quedan bajo el puente.
Tenemos poco presupuesto para levantarlas.
Poco a poco convivimos con ellas.
Mágicamente y en silencio.
Desde las profundidades.
Sobrevivimos y nos elevamos por encima del fuego.
Hemos recomenzado el juego.
El pájaro de grandes alas nos sostiene por los extremos.
Nuestro jersey está hecho añicos, y huele a carbón.
Ya no queda nada, nada que reconozcamos,
a parte de nosotros mismos,
en el fondo de nuestros huesos
y nuestras hondas cavidades.
Todo ese desorden nos ha recompuesto.
De un soplo.
En el preciso instante en que dejamos de pensar.
El sostén del olvido nos escupió hacia afuera
con el ímpetu viscoso de un volcán.
Con toda su fuerza.
Con todas sus armas.
Gracias a ese impulso,
reconocimos al pájaro de fuego,
más allá de nuestras hondas cavidades
y nuestro minúsculo quehacer –ayer-,
entretenida ciudad sin nombre,
ilocalizable vanidad del retener.
En las hendiduras soñadas de un bar de madera
verde y prometido, sellado y encendido,
accesible sólo para aquellos que están
dispuestos a cruzar.
Al otro lado.
Amanecidos están los muertos.
Dibujadas las nuevas ciudades.
Desenjaulados los ciervos
-del más allá del bosque-
Encontrados todos los frutos
-y el rumor silvestre de sus preciadas semillas-
Abanico singular
Promesa del azar
Esperanza infame y desorbitada –a veces-
Cuando se cruza
Y se prolonga un infinito -hilo de plata-
Arremangados estamos
Trabajadores cavamos
Desolladores sonamos
-Y cómo nos cansamos-
Amanecidos están los muertos
Nosotros nos casamos
(Tras sus versos de incienso)
Tras tiras y pilas tras pilas y mitades
Tras ruinas vencidas Tras curas sin ciudades
Bajo el puente se quedan.
Al otro lado.