viernes, 28 de agosto de 2009

Caminos enarbolados

Y sí que es cierto.
Nos encontramos en esa enlumbrada muerte.
Ensombrecida de verbos y poetas.
Enfundada entre tantos vientos que no tienen lugar ni fin dónde sellar.
Acorralada entre tantos cimientos.
Y vergonzosa de ser al fin
la más apremiada
la más solicitada
la más temida al fin
-pero menos que la vida que la precede entre ritmos y mareas de más-.
Nos encontramos de nuevo.
Limpios y olvidados
-enardecidos de jugar de más-.
Nos vemos.
Prestos Disponibles Libres.
Cara a cara
-sin ningún otro dado de más-.
Y nos decimos
-ya está bien-.
Es cierto esta vez.
Hasta aquí llegaron
nuestros pies.

jueves, 13 de agosto de 2009

Relato enmedio del verano: Un mar de verdad

Casi me salen las palabras sin pensarlo después de que a Jerry se le quedaran atragantadas como a un reloj sin marcha. El hielo tras el silencio es un peón que se cae de su condición, y se queda tirado en la cuneta por falta de leyes en el juego, por falta de estrategia para acercarse a la reina, y quizás por haber intentado subir demasiado alto a la torre sin apostar. Una vez te has cubierto de hielo, y una vez que el hielo ha dejado de generar en cualquier aparente estado de calma, la llegada de un ciclón es capaz de agrietarlo y así es como todo el reino se queda sumergido en un mar de verdad, en un amasijo de riendas sueltas; y así es como el peón se queda en la cuneta una vez más, así sin torre, así sin caballo, así sin estrategia para llegar a la reina.

Cuando Jerry me dijo que se marchaba después del ciclón, pensé que el juego había terminado. Y ya no había más palabras que dar, tan solo leves sonidos de cuerda rota que se alargaron hasta el final.

A veces pienso que el reloj sin cuerda es un jarrón que se ha roto en el peor momento, o una falsa expectativa nunca cumplida, o una promesa que nunca se da, o una falta de reglas en común. Pero el caso es que siempre estamos expuestos a esas pequeñas quiebras, y para que estas nos sirvan, tenemos que tomarlas como elemento del juego, como una herramienta más que nos permitirá seguir jugando y llegar, jugadores juntos, hasta el lugar que nos espera, al final, después de haber jugado entre todos el mejor juego que supimos apostar. Por eso ya no vale quedarse sin armas, porque el juego, si se quiere jugar, tiene infinita posibilidad, infinito margen de acción.

Por otra parte Mia se lo dijo una vez. – Vigila Jerry, o te van a dejar en la calle. – Y él le dijo – Mia, que me maten antes que dejar de decir lo que pienso. – Y ella calló. El silencio de ella era un poquito más suave, como un hilo de pez. Ella actuaba en función de los demás, y seguía, sin prisas, la corriente. Tampoco entendía mucho las reglas del juego, y precisamente por eso prefirió que otros eligieran por ella. Que eligieran su trabajo, que eligieran su casa, que eligieran su comida y su compañero de vida. Mia no se quejaba, y tranquilamente se paseó por la vida sometiéndose a ser de todos y de nadie a la vez. De todos menos de ella misma. Jerry besó a Mia un día en los baños de la sexta planta. Fue el mismo día de la reunión. En ese momento, estaban Harry y Daniel confabulando en los lavabos de al lado, preparando un buen contraataque que dejara k.o. al resto de la plantilla. – Tenemos que machacar a los “Blanco” – dijo Harry. – Y eso sólo podemos hacerlo nosotros. Está en nuestras manos, Daniel. ¿De acuerdo, Daniel? ¿Estás conmigo o no? – balbuceó con prisa, con un ligero desdén, como si algo ajeno le obligara a decir aquellas palabras. – Sí sí. Sí sí por supuesto Harry. Estoy contigo. Vamos allá. – respondió Daniel asertivo, sin ninguna duda. – ¿Ves? – le susurró Jerry a Mia, con ojos saltones, y ella le puso el dedo en la boca, temblando un poco, y le besó de nuevo, intentando disimular el miedo. María les dijo luego a todos los demás que se los había encontrado a los dos, en paños menores, en los aseos de la tercera planta. Ellos encontraron divertido que aquella invención de María, no estuviera tan alejada de la realidad. ¿Porque cuál era la realidad para ellos? ¿Y qué los distanciaba de la verdad? Nada fue tan difícil como mantener la calma en aquel año del ciclón, aquel año en que se abrió la puerta de los deseos ocultos.

Podríamos decir que se nos escapó a todos un poco de las manos, que perdimos los papeles y dejamos que el mar nos engullera, como una fiebre animal. Pero sólo así descubrimos que hay mil formas de hacer las cosas, y que sólo siendo fieles a nosotros mismos y a nuestros deseos, el mar logró devolvernos a todos a la orilla. De allí volvimos vivos, renacidos, sorprendidos de haber llegado sanos y salvos a una especie de “otra ciudad”. Y lo más asombroso es que esa ciudad nueva la habíamos construido entre todos, con nuestras propias manos. Aun con el silencio roto de Jerry, aun sin sus palabras, aun con las huellas de su franca crudeza, pudimos respetar los alaridos de un nuevo mar, y así, salir andando.

Al día siguiente de la reunión, Mia se cruzó a Jerry en el descanso de la comida y no supo qué cara poner. Llevaba muchos papeles, unas llaves, y un monedero. De repente se cruzaron las miradas y forzaron un “hola” contenido, cuando el ruido de un teléfono hizo que Mia se sobresaltara tan bruscamente, que las monedas salieron disparadas en todas direcciones. Por suerte no había más que Lucy en la cabina número 36, y casi miró sin ver el incidente. Sonrojados acabaron los dos por el suelo, recogiendo monedas a cuatro patas, titubeando y diciendo palabras sin sentido, onomatopeyas ridículas y tensas, y poco más. Ella hizo ademán de levantarse, se acomodó la falda, y se escabulló como pudo por el pasillo. Mia no vio que Jerry la siguió sigilosamente, rápido como una flecha y eficaz como una serpiente, y a la altura del almacén de la limpieza, la agarró por la cintura y la metió dentro con él. Quedaron estrechamente encarados, todavía con la respiración agitada, intentando contenerla en medio de un sinfín de batas y fregonas, de palos de escoba y un acusado olor a lejía. Mia no sabía si sonreír o quedarse así, con la expresión inerte, como por miedo a ser descubierta o a dejar que las riendas de su pulsión la llevaran a lugares todavía más estrechos que aquél. Jerry la miró sin miedo, y le arrancó los botones de una camisa blanca e impoluta. Entonces ella le besó.

El día de la reunión, los hermanos Durrel hicieron un fuerte ataque contra Jerry, y lo dejaron casi sin tiempo para hablar. Todos los que había en la sala sabían que aquello ocultaba algo más que los puros motivos económicos y las nuevas necesidades de la empresa. Todos sabían que había algo ahí que no encajaba, pero nadie supo qué decir ni qué hacer. Se quedaron, como quién dice, con las manos atadas, cómplices de su propio miedo, de sus pocas agallas, prisioneros de una estructura mal cimentada por la falta de comunicación. – Aquí hay una hoja en blanco – dijo Larissa. Y efectivamente, allí había un gran agujero negro de información perdida entre conectores. Nadie supo que decir ni qué hacer. Y se pusieron a leer, con la vista nublada, como quien lee sin ver el rinconcito ilegible de la letra pequeña. Pero no encontraron nada. Se quedaron en la mesa largo rato más, inmóviles y aturdidos. Y luego Jerry habló. Habló y habló. Los demás miraron, más allá del techo, más allá de las palabras, atragantados y hundidos, buscando refugio en su sillón. Larissa dijo entonces, - no hay nada más que hablar -, y uno a uno, fueron saliendo de la sala.

La noche antes de la reunión, Jerry me dijo que me quería. – Vámonos al cine – me dijo. – Tengo entendido que hoy estrenan la última de Costa -. – La echan en el Godard. ¿Te apetece? – No sé… - le dije. Hacía tiempo que no lo veía tan animado. Dudé. – Venga no jodas, siempre haces lo mismo -. Tuve un poco de miedo, otra vez. – De acuerdo vamos – dije de repente. Pensé que no podía pasar nada malo por ir a ver una peli. Nos compramos el tamaño de palomitas más grande, y compartimos una coca-cola. Recordé el olor y el desapego de hacía cinco años. La frescura de los últimos años de la facultad. Más allá el verde de aquel valle que quedaba tan, tan lejos. Y pensé nada malo nos puede pasar. Al final de todo, cuando el malo besa a la chica y ella se rinde en sus brazos, Jerry me mordió la oreja, y me dijo, - yo también te quiero -.

Harry Durrel era el primo segundo de Mia, y se rumoreaba que siempre había estado enamorado de ella, en secreto. Su comportamiento era estrictamente normal, y en la empresa puramente formal. Le hizo el favor de contratarla en el momento álgido, cuando íbamos sobrecargados de trabajo, y para que ella pudiera sentir que hacía algo útil. Fue una especie de “reinserción familiar”. También de este modo, decía Jerry, podía “pavonearse” delante de ella, entre trajín y trajín. Ella le daba las gracias, con voz dulce, y seguía grapando papeles como quien hace un pastel de manzana. Con todo su amor. – ¡Así mi niña! – le susurraba a veces mientras le daba unos toquecitos en la mano. Y seguía la ronda de las mesas. Desde entonces se había vuelto un tanto más estirado con los demás; un poco más resabiado. Jerry no lo soportaba. Pero en aquél entonces todavía callaba.

Más tarde comprendí que el ciclón era sólo la forma estallada de esa energía contenida, de ese mar de mentiras atragantado hasta el fondo de las paredes, de esa inmensa incomprensión, de esa tan sola soledad de todos. El hecho de que todos viniéramos de ninguna parte, nos hizo querer ir a la parte sólida, y esa parte sólida, resultó ser luego una “alguna parte” indeseable y cruel, una parte del mundo tan ajena a nosotros mismos que se arremolinó en espiral y nos propulsó fuera del círculo.

Un día perdí mi monedero. En ese momento me dirigí a objetos perdidos, y le pregunté al hombre si había encontrado un monedero amarillo. En él no había gran cosa, unas cuantas monedas, unos billetes de tren, unos recuerdos minúsculos y poco más, pero era mío. Algo así como mi tesoro. El hombre me dijo – total, por cuatro duros… - no sé si para consolarme o para reprocharme que yo al menos tenía un tesoro, y algo que recordar. Y pensé en decirle, - total, por cuatro días… -, pero contuve el hipo, el vivo color de niña de mis mejillas gastadas, y cogí el ascensor. Luego se lo dije a Jerry y me dijo, - qué poca humanidad -, - menudo tipo -, y más tarde, - te compraré otro -. Le devolví la sonrisa, y volví a coger el ascensor.

Después de la reunión, nos volvimos todos a nuestras sillas, enfrente de nuestros ordenadores, y seguimos tecleando sin cese, respondiendo los mails y las llamadas, hablando acaloradamente con uno y otro una y otra vez más. Sin cese.

Sin cese guardamos toda nuestra violencia secreta, todas nuestras pequeñas heriditas constantes, nuestro pequeño diálogo siempre fragmentado y con filtros, demasiados filtros sin color. Y sin cese no dejamos salir a flote ni un gramo más de amor, ese amor con el que Mia grapaba las hojas y daba puerta a la conversación de todos. Ese amor que sin saberlo nos mantuvo a flote, a todos por igual.

Mia un día me pidió perdón, al subir la escalera de incendios, y tropezarse conmigo precipitadamente. Creo que casi le tiro los papeles al suelo, y le dije un “no”, seco y rápido siguiendo mi camino voraz. La vorágine del trabajo. Las escaleras. Se había estropeado el ascensor.

Aquella tarde quedé con María para jugar al ajedrez.

Y aquí es cuando el peón se cae y aparece el hielo tras el silencio. Y el peón es un rey que se cae de su condición, y se queda tirado en la cuneta por falta de leyes en el juego, por falta de estrategia para acercarse a la reina, y quizás por haber intentado subir demasiado alto a la torre sin apostar. Y una vez te has cubierto de hielo, la llegada de un ciclón es capaz de agrietarlo y así es como todo el reino se queda sumergido en un mar de verdad, en un amasijo de riendas sueltas; y así es como el peón se queda en la cuneta una vez más, así sin torre, así sin caballo, así sin estrategia para llegar a la reina.

martes, 4 de agosto de 2009

Anotaciones sobre la nueva forma (si) D quiere (7)

Como dije al principio de esta escala, la libertad no tiene nada que ver con la forma de algo. Tiene que ver con la movilidad que hay dentro de la forma, y fuera de ella. Y las referencias a este recorrido musical, entre muchas otras cosas, tiene que ver con el uso y disposición que se hace de las notas dentro de este paisaje particular en el que todos vivimos, desde hace más o menos tiempo. Porque, ¿qué es el tiempo? Y ¿cómo lo tocamos, cada uno de nosotros? ¿Qué es lo que hacemos con él? ¿Cómo lo ubicamos constantemente para salir y entrar de nosotros mismos? Para decidir que la canción inicia y termina aquí, para acordar que a partir de ahora, ¿quizás comienza otra canción? Y para darnos cuenta de si de verdad tocamos, o nos dejamos llevar por la melodía que fue marcada hace mucho más tiempo de que comenzáramos a leer pentagramas. La libertad no es nada más que lograr convertir el tiempo, en nuestro tiempo, y hacer llegar, en la medida de lo posible, este tiempo nuevo a los demás. La libertad no es nada más, que poderse comunicar fluidamente entre las mil rendijas que separan escalas y estados, todos ellos dibujados un día con la fina trama de un bolígrafo de una sola tinta. Tendríamos que observar cuándo las tintas actúan a modo de amplificador o cuándo lo hacen a modo de jaula. Son dos gestos muy distintos pero muy cercanos en cuanto a forma, y si uno no está bien entrenado, le pueden dar gato por liebre. Si afinamos el oído, si agudizamos nuestro olfato, no se nos va a escapar el aleteo sin marcas de la paloma, como tampoco la sospecha del eterno gato encerrado, dueño y señor de nuestro tiempo, de nuestra forma y de nuestro espacio.

sábado, 1 de agosto de 2009

Anotaciones sobre la voluntad del seis y el contoneo tembloroso del (la) (6)

Y una vez llegados a este punto y más allá del triángulo y del si, to(do) comienza a adquirir una nueva forma. Una nueva forma de vida, y una evolución. (Y luego decimos que todo esto provino de una previa re-volución). Después de la voluntad, y después de querer, de querer un poco, (un poco mucho), y de forma total, habremos pasado por las llamaradas del quinto (sol), y nos habremos atrevido a observar "(la) cosa", la cosa informe que sobrevive en ese seis que se acerca al siete y se encamina al antes mencionado "si". Y si todo este caminar se maneja entre estos siete peldaños, estas siete notas continuamente entremezcladas y sobrevenidas las unas a las otras, accederemos a la pista de que ese nuevo (do) siempre puede ser otra cosa. Otra forma de do. Otro inicio que resurge de entre llamas y cenizas, y que se atreve a ser "Don o Doña Forma" nacido/a de la masa informe de este tiempo circular. Me repito que sólo se puede acceder a este trozo de la escala después de habernos sumergido en el fango desconocido y frío de los caminos informes de cada una de nuestras almas. Como Juan sin Miedo atravesando el bosque, como los egipcios, deberemos atravesar este trecho sin la reconfortancia temblorosa que genera ese curioso "mirar atrás".