jueves, 25 de diciembre de 2008

El ágape


Estaban todos reunidos alrededor de una mesa. La casa era muy antigua, los techos muy altos, y el comedor circular. Olía a leña. Fuera de la casa, el pueblo tenía cimentado el suelo de adoquines. Todavía corrían los caballos por las calles. Si los seguías, te llevaban hasta las afueras del pueblo, arriba, donde crecía la montaña, que respiraba al fondo, libre y amortiguada, recogiendo el quehacer tricotado de todos los habitantes. Su verde intenso enmarcaba siempre el gris y el marrón de las construcciones humanas, esas que se amontonaban abajo con un desdén nervioso, quizás ansioso de subir, de protegerse y de vivir en paz, y también, de salvaguardarse del miedo profundo a que alguien les arrebatara algo. Sobre la mesa esta vez había manjares de todo tipo, a cada cual más refinado, combinaciones de entrantes salteados que guardaban secretos dentro, sorpresas como una bomba, promesas de ser otra cosa. Después de hablar los comensales un rato, (estaban todos amontonados alrededor de forma muy natural, acomodados en un sofá redondo que circundaba la mesa, casi uno encima del otro, pues eran demasiados), se decidieron a probar, probar lo que les ofrecía la sugerencia frondosa de la mesa. Ni aún así dejaron de hablar. Hablaban directo, sin complicaciones, se levantaban y daban vueltas mientras probaban los platos, e iban conversando. Había muchos que no se conocían, y se daban referencias los unos de otros los unos a los otros. Venían de distintos lugares, y les gustaba estar allí compartiendo un rato. Adquiría todo un ritmo intenso, pero no llegaba a acalorado. Mantenían la compostura pero no dejaban que ésta les cortara sus propias alas, ni que les dejara inertes ante un montón de comida muerta. De hecho, si así hubiera sido, podrían haberse atragantado, y no lo hicieron. Siguieron comiendo. Luego el mayordomo trajo más platos, platos que por el contrario habían preparado entre todos, y que cada uno tenía un sabor muy distinto y muy especial. No se sabía muy bien por qué estaban allí, se observaban inquietos y a la vez distendidos, asumiendo que debían estar allí, sin juzgar la situación pero a la vez sorprendiéndola, apreciándola hermosa como una espera. Por lo menos era una espera cálida, y no les faltaba de nada. No era como estar en la calle a la espera de la entrega de una papeleta, o muertos de frío, esperando a comprar un puñado de boniatos calientes. Resulta que se habían reunido, por celebración o por conveniencia, por azar previsto o por necesidad, por costumbre o por vicio, y para no trazar ningún plan en concreto, sólo, por simple estar. Parecía que la comida era el fin. Y si no, la espera de ese algo que les esperaba allá afuera, que les esperaba después, después de la comida. ¿Qué es lo que habría después de la comida, más allá de la puerta de entrada, más allá de los adoquines y de los caballos, que subían decididos a la alta cima de la montaña sagrada? Ni siquiera ellos lo sabían ya. O pretendían olvidarlo, pasarlo por alto, como quien guarda un secreto y hace todo lo posible por dar las vueltas que hagan falta por no pasar por la semilla en cuestión, el rincón antiguo de esa gran verdad, a veces ignorada y llena de telas de araña. Si la comida estuviera compuesta por comensales de edades muy dispares, se me ocurre que la función de los viejos podría ser contarles el secreto a los niños, en vez de cubrirse de mil telones para esconderlo y enterrarlo antes de morir. Los secretos deben guardarse, pero no se debe olvidar el transmitirlos. Si no, resulta al final imposible avanzar, subirse al caballo y llegar a la montaña. Quizás por eso estaban a la espera, recogidos entre aquellas cuatro paredes, todavía no demasiado listos para salir, esperando (sin ver) el acontecimiento gigante que estaba a punto de suceder, una vez más, en la cima de la montaña. Hablando de sus abochornadas vidas cotidianas con las persianas echadas, y también la suerte, metiéndose cada vez más en su propia piel, en su propio personaje año tras año, y quedándose hundidos en el fondo de un viejo sofá, ebrios de vino, sin poder salir a respirar con “le regard nouveau”, pero protegidos y amados, inconscientes y humanos, conscientes y deliberadamente sátiros, deliberadamente aprendices del juego de la mentira vacua, y comiendo perdices, sabiendo cada vez más que la vida es incómoda pero ya se sabe cómo llevarla, después de tantos vestidos probados y sin probar. Y una vez más, consiguen pasar todo esto por alto y ser felices, quizás, porque están allí repitiendo o renovándose, muy poquito a poco, en medio de un montón de gente. Sujetándose o volviendo a caer, pero siempre respaldados, por ese hilo que nunca los deja. Entonces alguien dice “alea iacta est”, y uno de ellos decide abrir la puerta, afrontar el frío, y subir al caballo. Se asoman todos a la puerta entreabierta que ha dejado la marcha del otro, y siguen con los ojos la estela polvorienta del caballo, abriéndose camino entre tanta niebla, y suben un poco más sus barbillas, y descubren el lomo de la montaña, verde y rojizo como un corazón, semejante al latido de un amor que los protege a todos, sin demasiadas réplicas, y por fin un destello, y una luz y quizás, un nacimiento.