miércoles, 7 de octubre de 2009

Terrificados talones.

Estuvimos aniquilados y tristes como un tablón de madera en altamar. Casi redondos pero siempre largos y llenos de astillas, demasiada humedad. Uniformes sin techo, rinconcitos de acero, fiebres salinas en el fondo del final. Huesos flotantes y maderas, resonantes de nácar, mucho más que un aullido sometido al silencio. Nos convertimos en estatuas de la inercia, quizás, en campanas que repican en el suelo sin sonido, quizás, en cuerpos que se olvidan de su humilde condición de cuerpo, en hombres que se olvidan de su afortunada condición de hombre. Enturbiados, aniquilados los ojos, reducidos, limitado nuestro fondo ocular, dirigidos por máquinas y pulsos que provienen de otro lugar (tan alejado de nuestro centro). Y descubrimos que nuestra decisión había sido absolutamente relegada (relegada a un órgano disociado de los otros órganos). Y dijimos: - Vamos a volver a empezar. Quizás las manos ya no sean nuestras. Quizás nuestro asombro sea único y singular. Por mucho que las flores se sigan marchitando, y que los segundos pasen, de par en par. Por mucho que la planta petrolífera se haya instalado en este mar. Dijimos, vamos a volver a cogernos de las manos, vamos a dejar de merodear cual buitres teledirigidos por un caimán. Y aquellas lágrimas del cocodrilo que arde, y aquel par de argumentos para empezar. Y aquella única intención, surgida del cuerpo vanagloriado por la conciencia de su escasa y única condición de hombre. De hombre terrificado en este ancho espacio sideral.