viernes, 8 de octubre de 2010

Un minuto de sueño, y el ruido de las ciudades.

El ruido de las calles.
El ruido de las paredes.
El ruido de los trenes.
El ruido de las ciudades.
El ruido se hincha como una enfermedad que no calla.
Cuando me duele el alma de tanto ruido, cierro los ojos y me dedico (sin caer del todo) al inemuri japonés. El inemuri que practico es por contra algo distinto al original, ya que lo que desempeño en su lugar es el acto de dormir por dentro, arreglándomelas por fuera como puedo.
A diferencia que en Japón, aquí está mal visto dormir delante de los demás. Como contrapartida a esto se debe fingir una actividad insaciable generadora de un movimiento que poco importa si es el resultado de un fructífero quehacer. Los castillos en el aire y los malabarismos de color son el pan que alimenta a los que beben con ansia, y también a los dirigen estas empresas en que los trabajadores deben aparentar un continuo “hacer”. Hacer o hablar, hablar o hacer.
Aquí no les vale “callar”. Aquí se tiene que gritar hasta reventar. Aquí es incómodo ser eficaz sin necesidad de dar cuentas de lo que se hace y sin ponerse un cartel en el que dice “estoy trabajando sin parar, cuánto trabajo tengo, estoy de trabajo hasta arriba”. Aquí el que es paciente y trabaja a conciencia pero no habla de ello puede ser sospechoso del crimen de la baja productividad. Aquí para ser efectivo no se tiene que ser eficaz en resultados sino escandaloso en la manera de hacer. Aquí uno tiene que gritar. Y por supuesto, se le tiene prohibido dormir para rendir, pues sería igual a tener aptitudes de holgazán en huelga.
Aquí hay ruido, ruido, mucho ruido.
Y cuesta tanto no caer en el laberinto de la enfermedad somnífera.
Aquí hay sonidos que agreden a todo el que intenta pensar por encima de la algarabía, para todo aquel que necesita salirse para avanzar. Aquí hay sonidos que aborrecen y adormecen a cualquiera.
Y por todos ellos diría, “un minuto de silencio”.
Y por todos los que rinden en silencio diría, “un minuto de sueño, por favor”.