martes, 15 de noviembre de 2011

La sombra de Bauman

La ciudad está lloviendo.

La opacidad del cielo es un resumen

de la sombra que se acerca.

La soledad estanca de las nubes

es transitoria pero espesa,

es definida y seria.

La bocina de los coches

roza la sirena de las ambulancias

y se abre paso aullando

entre el frío y el lodo,

entre el agua y las tinieblas.

No seremos capaces

de descifrar el secreto

que se esconde tras la niebla,

ni de averiguar

qué es lo que queda tras la lluvia,

tras los zapatos mojados,

el pelo erizado

y las gripes,

tras los estornudos rizados,

las goteras

y los parones en el metro,

tras la electricidad estática,

las guerras de paraguas

y los charcos.

No sabemos qué quedará

de todas estas marcas violáceas

en las alcantarillas,

de estas travesías a bordo

del barco urbano de la desesperación,

anidados en la reverberación del caos asistido,

acogidos en la evidencia de lo que ya no sirve,

escudados bajo la demostración empírica

de la chapuza flamante,

del mal funcionamiento,

de la maldita ausencia de la solidez.

Cuando la ciudad está lloviendo,

la sombra de Bauman

se me aparece y me recuerda

cuán líquidos seguimos siendo,

cuán “sin pies” seguimos estando,

cuán faltos de fundamentos y raíces,

cuán frágiles y cuán sometidos

a las ignominias del tiempo,

al vaivén de la lluvia,

al de los ríos, al del mar,

—y esto no es Venecia—,

pero tenemos menos permanencia

que un nómada al son de las sirenas,

de las bocinas y de los claxons,

menos permanencia que lo que dura

un mensaje de texto al codificarse

en voz y ser oído bajo la lluvia,

menos permanencia que un loro

repitiendo sonidos en una estación de tren,

menos permanencia que las olas

repicando en nuestra puerta.