jueves, 3 de diciembre de 2009

Frío sin fin

Ese irremediable fin,
que se sube por las paredes
y mata. Mata al fin.
Ese fin voluble y firme al poco
de llegar a las nubes, ese
acostumbrado a ser el último
que llega. Y que llega al fin.
Ese fin finísimo de filo en mano
errada, precoz y atormentada,
demasiado joven y auspiciada,
entrenada para aprovechar
en todo momento
las últimas migas del pastel.
Ese fin de semana ardiendo,
urdido en nuestras sombras vanas,
vanas por no ser más que sombras
dibujadas sobre una colcha,
o sobre un sofá.
Ese fin que nos deja al final,
ensangrentados y diestros,
precocinados cómo aquél
que confundió su andén por el nuestro
y nos metió en una caja luego,
acompañados de espinas y de trajes por usar
y nos metió finalmente en venta,
a la vuelta, en la estacada, en su propio pajar.
Y si ahora, si ahora ya no vendemos palomas,
será que nos quedamos sin estiércol,
sin cubiertos, sin huesos esfenoides,
sin golondrinas, sin humos ni hermanas
que acompañen las fuentes,
sin serpentinas ni esferas,
ni tan solo esfinges al final.