sábado, 10 de julio de 2010

Las fiestas o el repicar auspicioso de las olas

Nos unimos para hacer esas cosas que solemos hacer; comer, beber, dormir, tener hijos, asistir a fiestas y celebraciones. Me pregunto qué diferencia habrá entre la vida construida y la vida encontrada; la clase vida que llega sin más. Porque, ¿llega sin más? ¿O también la construimos, desde nuestro rincón más alejado del epicentro racional? Me pregunto dónde está el punto medio entre nuestros planes y lo que sucede y nos gusta y nos quedamos allí. Cuando la vida cambia de rumbo, en casi menos de dos décimas de segundo, y se nos presenta radiante y nos demuestra que sin ella, sin su independiente transcurrir, nada que nuestras solas manos ni nuestra única mente disciplinada podrían haber llegado a construir. Pues casi nada está a la altura de la vida misma. Ella, por sí sola, tiene un poder tan grande que nos hace temblar. Nuestros planes se quedan entonces en un espejo difuminado. Me pregunto si el espejismo de nuestros planes se convierte entonces en deseos a seguir, y que la parte más grande de nuestro plan de fondo residió siempre detrás de lo que no pudimos controlar, detrás de lo que no contemplamos; de lo que se anuncia y arrasa, de lo que aparece y desmorona el mundo anterior, de lo que cambia nuestros impulsos de animal solitario por evidencias de animal social. Y nos unimos quizás, cuando intuimos que estamos, todos en una misma barca, en una misma arca repleta de animales y seres y objetos sin identificar, y que o nos subimos o las olas se nos llevarán tan lejos que nadie nos volverá a encontrar jamás.