martes, 7 de diciembre de 2010

Media docena de sapos.

Trapos, trapos, trapos
que riegan las plantas y
sapos, sapos, sapos
que friegan sin sal y
tipos, tipos, tipos
que juegan mal
a las cartas
y a los dados
y a las pruebas
de azar.
Querría romper la nariz
de un sopapo a esos tratos,
querría tratar de reír
sin controles de barra,
querría alcanzar una raíz
de muestra, un medallón,
una única ofrenda
de mi piel.
Busqué elaborar escamas,
tracé sonidos y barcos,
perdí el bañador en las ramas,
huí cada vez que me quitaron
mi lugar.
Soñé que volvía a empezar,
flaqueé por querer andar,
pestañeé sin mirar,
restauré sin dudar,
obnubilé mi vista quebrada
pensando que el pasado
se cerraba, se roía
como una liana
partida por la mitad
a fuerza de tirar, tirar, tirar
atrás, sabiendo menos que más,
dibujando más jardines
que almohadas,
muchas más ruinas que
las hadas, alboredas y
ensaimadas muy quemadas
por seco error.
Me caí hacia abajo,
mis ojos arriba,
mis pies sin tacto,
mis manos buscando nada,
dejando escamas y plumas
a mi paso ingrávido,
descenso sin barras,
sin código armado,
derecho libre
de entregarse
al vacío.
Cargué mi peso
a la cuenta del pozo,
hundí mis ropas
en un estanque,
volví a salir sin una espina
y sin un tirante,
subí entre trapos y sapos y tipos
mal cortados,
floté como una miga,
como un pedazo,
gané la vuelta
y la cara lavada,
el cuerpo despejado,
los iris sin huella,
el corazón sin corbata
y mi nuez cerrada.
Pensé que podía
tratar de aupar a un pez
o a un gato, y a un rincón
entero de libros en blanco.
Pensé que un garabato
y una lanza tienen más ventajas
que toda aquella remembranza,
que la memoria y el hueco
son un estado que se comparte,
que la fuerza es más libre
si no se piensa,
que el color es la luz
y la sombra lo esconde todo,
que renacer cada día
no es cuerpo extraño
en esta dichosa tierra
de trozos extraviados
y pellejos sin nombre
ni concierto.