miércoles, 23 de noviembre de 2011

El hoyo profundo

Las cucarachas,
urdiendo las partículas
de la tierra húmeda,
una a una,
y el hoyo profundo
caracola que se hunde
hasta el centro,
y los cuerpos depositados
uno a uno
en los estantes naturales,
y yo y mi grito,
y yo y mis larvas,
y yo y mis lágrimas
cayendo
una a una,
todas a una,
antes y después
después delante,
todas a todas,
mi grito es caliente y áspero,
mi voz es ronca y suplicante,
mi ternura intenta atinar
como una flecha con cuerda
dispuesta a tirar tirar tirar,
tirar hasta mi cuerpo
que respira desasosegado,
tirar para olvidar lo que queda
entre los muertos y las ratas,
entre las cucarachas y los ciempiés,
entre los gusanos y los trozos de hueso,
la baba de los caracoles perdidos,
los trozos de carne pudriéndose
hasta el fondo de la caracola
y del mar,
los restos de sangre,
los restos corpóreos,
los rastros en descomposición,
el dolor engullido allá abajo
y entre mis costillas
todavía en movimiento constante,
adentro afuera, afuera adentro,
el dolor perdido en la boca
del estómago
y de la amarga muerte terrestre,
tonta, fría y suculenta
para los que arden,
romántica para los que aman,
pudiente para los que estamos allí,
abocados ante el hoyo profundo,
caracola que se hunde hasta el centro
gravitatorio de nuestros seres,
de nuestras manos, de nuestra bilis,
de nuestras lágrimas y lamentos,
de nuestros aullidos y sopores,
de nuestro insoportable dolor
humano e impasable,
de nuestro aturdimiento impasible,
de nuestra sombra gigante,
de nuestra muerte,
de nuestra sangre,
de nuestra inercia hasta el pozo
y de nuestro frenético combate lateral,
de nuestra acobardada ira,
de nuestro lloro gigante,
de nuestro vivo desasosiego,
de nuestro desastre natural,
de nuestro propio abono,
de nuestra tierra blanda,
de nuestra máquina de órganos,
nuestros líquidos colados,
nuestras grasas, nuestros sólidos
y nuestros blandos,
nuestro pelo, nuestras uñas,
nuestros ojos y el color,
nuestra defecación atenuante,
nuestra caída de cincuenta kilos,
nuestro desastre, nuestro aferrarnos
al olivo y a los libros, a nuestro querer
inagotable y doloroso e inagotable,
nuestro tirar desesperado del aullido
al hoyo y del hoyo a lamer nuestras heridas,
de las heridas al hambre de vivir,
y del vivir a la voluntad hiriente,
de que no te vayas.