jueves, 28 de enero de 2010

El ovillo, viene detrás.

Estaba esperando subirme de pies a ese árbol para encontrar algo que decir. No analicé tu olor ni mi dolor. Me dejé impelir por ese tronco que se enarbolaba hasta los altos confines y se perdía más allá de mi enfoque de visión. Se me nubló la vista. Perdí el equilibrio pero me recuperé de un salto antes (o justísimo tras) caer. Ni se me ocurrió haber podido caer. Seguí mirando al frente. Me clavé unas cuantas astillas. Probé la aspereza de las hojas y la amargura de los pétalos en flor. Lo más suave resultó ser la oruga que corría campo a través. Si no hubiese sido porque sus pinchos se me quedaron clavados en la garganta, y los tuve que escupir improvisando un impetuoso gesto abdominal. Me quedé mirando hacia arriba, intentando ver más cielo entre las hojas amedrentadas, subidas las unas a las otras, entrelazadas y todavía no listas para caer. Se me soltó el collar. Y se cayeron las bolas sobre los frutos maduros que entraban en la tierra. Ni se me ocurrió volverlos a buscar. Pensé, "lo que fue, no se va". Y seguí trepando de rama en rama, engullendo o respirando, y con una única voluntad de estar. La inquietud se me volvió sabor de fresa, y por unos instantes no dudé. Seguí hilvanando y me dije, "(...) El ovillo, viene detrás. Y ya no más a mi pesar."