viernes, 26 de marzo de 2010

Ningún volcán.

Con las manos atadas al final del valle.
Con los huesos fritos en un portal.
Con las enaguas roídas por los perros.
Con las esquinas entabladas como un volcán.
Me pregunto si los muertos seguirán tan vivos
como dijeron ayer —esquivando muebles—,
si habrá alguien que los comprenda
—que nos comprenda— tanto como se merecen.
Retorceré mis monedas y echaré tantas piedras
al río como pueda —congelando algo— amortiguando
un silencio y un valle, un perro y un portal, y sin
antiguas conciencias derramaré —sin frenos— ese volcán.