sábado, 22 de mayo de 2010

La casa nuncaestática

Ni aunque me pusiera saldría dispuesta a salvar
—lo poco que queda—de esta imagen singular
pues las imágenes nunca se quedan aquí.
Tengo dos brazos y dos piernas y una dualidad
indisoluble y siniestra si se tercia —cuando grita—
o me pide que me aleje más de la cuenta.
Pero como nada se queda —aquí— y por eso mismo
me permito hablar —como vosotros— y eso me alimenta
de ese pan que no puedo dejar de comer
—de las ostias para aquellos otros—
de los infinitos rezos para que la palabra no se agote
o para que la palabra cese si uno se lo pide por favor
o para que la palabra se convierta en algo
que viaje un poco más allá —y lo haga sabiendo
que todos estamos en este aquí—.
Y ahora me doy cuenta
de que esta casa nuncaestática no es más casa
ni menos región que un trozo de volcán
abandonado en mitad de un arrecife.
¿O acaso sí lo es?
O acaso alguien me preguntó y no supe contestarle.
O acaso la imagen indie o acaso la imagen soluble
no se vayan otra vez a escapar como se escapan
todos los peces como se escapan todas las palabras
como se escapan todas mis partes cada una por su lado
como se escapan mil veces las casas los volcanes
los arrecifes y las vacas y los gatos y las abejas
y los sitios y situaciones que se quedan
de todos modos en la memoria anclados
o los elefantes que se balancean sin peso
en este pasar de página y este tintineo
también tullido y singular.
Si me preguntan entonces si me quedo
les diré que es difícil de averiguar
y que los nombres y los trajes
me producen escalofríos varios
pero que mañana no sé
por dónde me va a dar.
—Tengo hambre—.