martes, 16 de noviembre de 2010

Una corona y una manzana de cristal.

Me prometieron que saldría ilesa
si me hundía hasta el fondo.
Si luego salía.
Me prometieron que no me crecería
ni un pelo blanco, ni una
incomodidad en la piel.
Me prometieron que sólo me sabría viva
si conseguía llegar hasta el final
de la escalera para luego volver.
No me dijeron si luego habría alguien
esperándome al otro lado.
No me hablaron de que hay plantas
que perecen por el camino.
Tampoco me hablaron de que las piernas
no son las mismas cuando vuelves,
de que los ojos a veces no ven,
o ven distinto,
de que las manos saben más
y sienten menos;
de que respirar, cuesta siempre
un poco más.
No me advirtieron de que muchas veces,
la mayoría de las veces,
casi todas las veces,
después de ir, no vuelves.
Me prometieron que tan sólo podría
iniciar una vez este viaje,
y que estaba en mis manos
emprenderlo o no.
Me prometieron que mi alma entonces
saldría ilesa —del cuerpo no me hablaron,
ni tampoco me hablaron de las plantas—.
No mencionaron que el hombre tiene
muchas pieles que duelen,
y que ese dolor no importa.
Me hablaron del dolor que sufriría
si algún día llegaba a no sentir nada,
si no pensaba, si no decía nada,
si no comunicaba a los demás
todo aquello que nos hace a todos iguales.
Porque el dolor de la muerte sólo duele
cuando uno está en pie, si no se mueve.
Porque el dolor de la muerte sólo duele
cuando llevas a la muerte infiltrada
en tus paredes, en la membrana timpánica,
y no eres capaz de decirle que salte.
Me dijeron que no debíamos cargar
con los muertos, pues estos a nosotros
siempre nos dejan estancos.
Me dijeron que debíamos
emitir sonidos para vivir.
Me preguntaron si sería capaz
de volver tras haberme hundido,
tras haber llegado al final
de la escalera, si sería capaz
de andar sin miedo
para salir ilesa.